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Desnudarse

Razones para escribir. Dejar al descubierto las emociones y los sentimientos profundos siempre me planteó dudas. No me cuesta hacerlo con los amigos que me conocen, o con la familia que sabe lo que me ronda por la cabeza con solo mirarme a los ojos, pero abrir las ventanas de mi alma, de par en par, y dejar que todo el mundo vea lo que hay dentro, eso siempre me pareció correr riesgos. Bien es verdad que en esta oscura etapa de mi vida, en este nuevo yo que estoy intentando construir tras la demolición que ha supuesto la muerte de mi hija María, el miedo se ha diluido. La tragedia existencial, el infierno que he conocido, no puede situarme más abajo, y quizás escribir sin pudor, me ayude en esta deriva o en el más remoto de los casos, quizás pueda a ayudar a alguien. Cuando sucede lo innombrable. Yo, que ni siquiera sabía lo que era el duelo, me encuentro, de pronto, en un club al que nadie quiere pertenecer, el de los padres que han perdido un hijo. El club de las personas q
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Nos robaron las sonrisas

Ahora que las mascarillas nos uniforman como autómatas ocultando nuestras sonrisas y una especie de tristeza universal lo envuelve todo,  ahora que cualquier lugar cercano nos resulta  inalcanzable y casi exótico,  sospecho que no hemos aprendido nada. Nada, excepto a lavarnos las manos… Transito desde los pinceles y los colores hacia las palabras que con sus alas  me llevan de viaje a los recónditos lugares de mi universo particular y lo hago lentamente, como la desescalada impuesta, con la calma que me da la vida y consciente de que escribir me conduce siempre a hurgar muy dentro. Vuelvo tratando de equilibrar mi presente para que no quede estrangulado y yermo entre el ayer y el mañana, porque vivir, vivir, es lo único que debe empeñarme. Arrugo otro papel con ideas inconexas apuntadas en las largas noches de insomnio y estrellas. Lo lanzo a la papelera, y, zas, también estás ahí. Que los recuerdos refresquen mis heridas con suavidad como el agua cristalina que se escurre entre

La mecánica de un día.

Últimamente me levanto más tarde que de costumbre. Estoy cansada. Me duele la espalda, he perdido flexibilidad, he ganado algo de peso y tengo una constante sensación de tristeza por lo que empezar el día se me hace bastante cuesta arriba. Papá ya está en la ducha. La luz a media mañana atraviesa la ventana inundando de claridad la habitación, cegándome, intuyo, como advertencia que el resto del día iré con los ojos achinados para ver, a medias, que todo continúa en un mundo en el que tú no estás. Me escondo bajo la almohada mientras me voy haciendo a la idea de que tengo que empezar, que no me queda otra. Separo despacio el nórdico hacia los pies y realizo, con desgana, sobre la cama, mis estiramientos mañaneros. Los hago cada día desde hace tanto tiempo que ni recuerdo. Me crujen las vértebras, los hombros, las rodillas, los dedos. María se reía cuando me veía hacer mis ejercicios y decía “pareces un cruch”. Por unos instantes, al recordarlo, sonrío. Ya no me repito ca

La mujer trasparente

Caminaba por la acera arrastrando los pies con el bolso raído colgando al hombro, los zapatos desgastados y el pelo cano. A veces, llevaba una bolsa de papel vacía o compraba cualquier tontería en un chino para disimular que había salido sin ninguna razón porque hasta para pasear necesitaba justificarse. La observaba desde hace años ojeando de refilón los escaparates del centro, con la mirada difuminada evitando que los gigantescos cristales le devolvieran  su propio reflejo y le recordasen, sin anestésico ni remilgos, que no era ni sombra de lo que fue, que el tiempo y las desgracias le habían arrebatado todo, que su vida estaba ahora carente de sentido y que no le importaba a nadie. Ella, que sonría tímidamente cuando saludaba a algún conocido respondiendo  "bien, estoy bien" ,   sabía de sobra que las preguntas de cortesía merecían respuestas iguales y que ya nadie tenía un rato para escuchar penas ajenas, así que para qué ir más allá.  La veía deambular much

El regreso al ahora

Hay una parte de mí que todavía se resiste a aceptar que no estás. Lo sé porque si puedo evitar entrar en tu habitación, lo hago. Tu puerta, que antes siempre estaba abierta, permanece cerrada a cal y canto y, o la ignoro, o la temo.  Tengo la certeza de que lo realmente difícil para emprender este particular viaje que va desde la cocina hasta a tu cuarto, es estar preparada para el regreso. Que lo verdaderamente complejo es, precisamente, pasar del “ahora contigo” al “ahora sin ti” de vuelta, así  que, por el momento, sólo algunos días encuentro fuerza suficiente para cruzar esa puerta, y lo hago cogiendo aire con determinación, apretando los dientes y sin quedarme mucho rato entre tus cosas más privadas porque sé que  el regreso al ahora me deja exhausta. Aparté algunas cosas los primeros meses de rabia negra y cólera fuliginosa con la absurda esperanza de que, al no verlas, dolería menos. Fui regalando a tus amigas tu ropa, tus zapatos, tus bolsos y algunos colgante

Aquel arbolito seco y la navidad

Aquella mañana de diciembre habíamos salido a pasear por el bosque, no muy lejos de casa. El sol de invierno brillaba espléndido y la luz rebotaba contra el rocío acumulado en los hierbajos que íbamos pisando, reflejando, por miles, chispitas de colores que convertían el paisaje en un cuento de hadas. Que felices eran los días previos al regreso de nuestros hijos por Navidad, y cómo sentía, emocionada, la misma sensación que mis padres habían experimentado, años atrás, cuando los que regresábamos éramos nosotros… Durante aquél paseo matinal yo me había empeñado en encontrar alguna rama seca, algún tronco caído o cualquier otra cosa que convertiría, con unos sencillos arreglos caseros, en nuestro particular árbol navideño, de modo que estuvimos enredados en la búsqueda un buen rato.             Demasiado pequeño, demasiado estropeado, demasiado tupido, demasiado pelado…             ¿y éste? ¿Qué te parece? Por fin apareció, abandonado en su sueño definitivo, el es

Promesas

“El mundo se divide entre los que se sientan en los bancos de la calle y los que no” Leí esta frase en alguno de los libros que últimamente me arropan y que voy amontonando sobre la mesa del salón junto a una bombonera de cristal vacía, un vaso de té a la menta, los mandos de la tele, un cenicero sucio y la montaña de ensayos que Luis devora. Recuerdo que le di vueltas a esa idea durante un buen rato: “El mundo se divide entre los que se sientan en los bancos de la calle y los que no” Me quedé   rumiando sobre la razón que llevó al autor a describir con esa rotundidad la diferencia entre ambos lados; los que se sientan y los que no. Meses atrás estos matices no me hubieran inquietado -estaba yo en otra onda-, pero tras tu muerte enfoco con mayor precisión sobre las emociones y voy descubriendo esa parte de nosotros mismos que desconocía; el nosotros tras la pérdida. El autor debía referirse a eso, a los que han perdido. Últimamente, me ocurre con frecuencia, focalizo pérdi

El invierno se aproxima

Llueve y el aire frío de noviembre azota a cachetazos las ramas de nuestro abeto contra la ventana de mi habitación arañando los cristales, a veces con suavidad y otras con furia extrema, mientras las gotas de lluvia resbalan tintineantes bailando o llorando amargamente según el instante. El cielo plomizo se derrumba anunciando que el invierno se aproxima, y yo, acurrucada contra la almohada, sigo buscando en la naturaleza mensajes secretos que me ayuden a masticar tanta melancolía. Me da pereza empezar el día, me duele vivir en esta tristeza oscura y muda pero debo seguir adelante. Me lo debo. Se lo debo. El abeto que me vigila desde la ventana y reclama insistentemente mi atención, nos acompaña desde nuestra primera navidad en esta casa. Sobrevivió milagrosamente a las luces y adornos navideños, al calor del hogar, a las travesuras de nuestro querido Res y a nuestra inconsciencia ecológica, y en reconocimiento a sus ganas de vivir decidimos que ocupara un lugar especial en nu

No tienes ni idea, ni puta idea.

Ella siguió hablando sobre lo que yo debería hacer, sobre lo que yo debería sentir y se explayaba con consejos y aseveraciones que según ella conseguirían hacerme volver a la vida. Hay que vivir, decía, hay que seguir adelante, pero hacía ya un buen rato que yo únicamente la observaba y asentía con la cabeza sin prestar la menor atención a sus palabras.   Descubres muchas cosas cuando miras directamente a los ojos de una persona y ella apenas podía sostenerme la mirada. Se había detenido a saludarme y se mantenía de pie frente a mi mesa del bar, esa que ocupamos por turnos algunos vecinos del barrio, casi siempre los mismos supervivientes, cada uno con su café o su caña en esa esquinita soleada de la terraza y desde donde observamos el mundo ensimismados mezclando recuerdos, tristezas y nostalgia. Ella seguía con sus recomendaciones sin percatarse de que yo llevaba un buen rato leyéndola por dentro. Estaba incómoda, era fácil adivinarlo. Casi siempre la verborrea es fruto del ner

María cumpliría 30 años. Feliz cumple mi vida.

Cae la tarde y desde la terraza veo difuminarse el relieve plateado de los tejados de pizarra y la silueta de San Pedro entre un haz de rayos anaranjados y un cielo púrpura con nubes deshiladas en azules y grises que me recuerdan a aquellas postales románticas que coleccionaba cuando era niña. Nuestra terraza permanece pintada de ese azul del Nilo que compramos juntas en el mercadillo de Ashila   y que tanto te gustaba. Hace unos meses tus amigos Iria, Óscar y Migui me trajeron un botecito del pigmento puro desde Egipto y que he guardado para repintar cuando el tiempo desconche también nuestras paredes. Se aproxima tu cumple y no puedo evitar que la nostalgia me aplaste como si toda la belleza que estoy observando en el universo se desplomara sobre mi cabeza. Sigo desconcertada con el tiempo, pero ahora estoy segura de su relatividad porque a veces todo me parece que fue ayer, y otras que han pasado ya mil años. Recostada sobre la tumbona que usabas para tus baños de sol,

El apartamento de Mei

Estoy recostada en el sofá gris pardo de tu apartamento de Saturnino Cachón mirando a la nada teñida del azul ultramar con el que pintamos la pared frontal del salón y en pleno estado de inopia.  Hace bastante calor.  Me gusta sentarme aquí y recordar, recordarte, y aunque me escueza el alma y los ojos se me nublen, aunque termine agotada porque sentir tus cosas me produce a la vez dolor, tristeza y nostalgia, no quiero dejar de sentirte. Estoy recogiendo algunas cosas, huellas físicas de tu presencia durante el escaso tiempo que disfrutaste de este pisito de soltera. He dejado tus cuadros colgados tal y como los tenías. Cuadros recopilados, uno a uno, con entusiasmo para esa colección que querías tener en la pared. Cuadritos de cada uno de tus viajes y que eran el primer objetivo a conseguir a penas llegabas a un país o una ciudad nuevos: Berlín, Brujas, Ashila,  Essauira, Marraquech… El último lo compramos juntas en Central Park, en Manhatan, y no llegamos a colgarlo, pero

El cumpleaños de Luis

¿Qué es el amor? Soy muy consciente de que me hago preguntas estériles. Me interrogo sobre la vida y sobre la muerte, sobre cómo y por qué nosotros hemos llegado a este punto. Insisto inútilmente en distraer mi pensamiento y encontrar un sentido, una razón para todo lo que nos ha pasado, sabiendo que no me conducirá a nada, como las olas que golpean contra las rocas en esa esquinita de la playa de Barra, y que se diluyen en el océano tras cada envestida. Una, otra, una, otra… Furia y vuelta a la calma infinitamente. En cientos de años seguramente las angostas aristas de los peñascos se redondeen definitivamente y la arenisca desprendida forme una nueva playa que alguien del futuro disfrute, pero yo no tengo tanto tiempo. Hace meses que tenemos la mirada perdida en el infinito y esos   silencios que nos acompañan tantos ratos son ahora nuestro tiempo. Estamos sentados frente al mar. Podemos pasarnos horas así, juntos, cómplices, sin pronunciar palabra. Manteniendo conversacion

Un tatuaje en la piel

¿Qué diablos has hecho? ¿Qué pone ahí? David, siempre pendiente de nuestra aprobación, me mostraba entonces su primer tatuaje. Tenía la pierna cubierta con film transparente y la piel, aún inflamada, estaba impregnada de una especie de vaselina a través de la que se podía adivinar varias letras orientales sin mayor sentido. “Verás cuando cualquier japonés te diga que lo que llevas escrito es parte del nombre de un plato típico de un restaurante de comida barata”, le dije. No me gustaban los tatuajes y lo sabía. No me importó cuando decidió llevar rastas. El pelo se puede cortar, y luego crece. Aguantará a lo Bob Marley unos meses y luego, a otra cosa mariposa. Pero los tatoos, los tatoos se quedan para siempre y como yo soy indecisa por naturaleza, le daba vueltas a la cabeza y no podía dejar de pensar en el arrepentimiento que, tarde o temprano, acabaría llegando. Tratar de encontrar tu propio estilo forma parte de la adolescencia, y aquello con lo que te identificas