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El valor de los hijos


Solo una única vez he deseado morir y fue hace muchos años.

Creo habérselo contado a alguna amiga, haber hablado de ello en alguna confesión íntima sobre la experiencia de la felicidad y los hijos. Felicidad y muerte es una combinación difícil de entender, pero el deseo de finalizar es lícito en cualquier caso, tanto si se trata de terminar con el sufrimiento como si se trata de concluir algo que consideras perfecto. Vivir, morir, empezar, terminar...¿Se puede llegar a un estado de plenitud insuperable?


Sucedió una bochornosa tarde de verano en nuestro pisito del ensanche de Barcelona. Era la hora de la siesta.
Yo tumbada sobre la cama de aquel cuarto azul que habíamos preparado para los niños, y que presidia un enorme dibujo en la pared que había copiado de un cuento: un personaje del circo al que pusimos un nombre que ahora no recuerdo. Un hombrecillo sonriente, con bigote y una vistosa chistera que lucía un frac y unos pantalones de rayas anchas y que mantenía en el aire unas pelotitas de malabarista.
En el sopor de la tarde, apenas una pizca de brisa se colaba momentáneamente por la ventana enrejada que daba a un patio de luces.
El silencio y ese aroma a bebé recién bañado lo inundaba todo.

Aquella habitación infantil era, en aquél momento, el único lugar del mundo del que yo era consciente y me sentí la primera mujer al principio de todos los tiempos. Lo demás había desaparecido: la ciudad, la gente, el pasado, el futuro...

David, tumbado a mi lado. María, que todavía era un bebé,  dormitaba plácidamente sobre mi pecho y la respiración suave y dulce de los tres que se iba acompasando y que nos trasladaba al maravilloso mundo de los sueños. Inspirar, expirar, inspirar, expirar, en total armonía  en total quietud y serenidad, orquestando la sinfonía más perfecta que jamás nadie podría escribir. Todo encajaba. Eso era realmente la felicidad.
Ojalá me muera ahora, fue mi único pensamiento.
Y pensé solo en mi, es cierto. A veces el egoísmo nos ciega, pero somos humanos e imperfectos.

Quizás fue sólo un instante, tal vez un par de minutos, ese tiempo que transcurre etéreo de la vigilia al sueño, pero quise no despertarme.
Vivir y morir de amor...
Gracias a ellos.

Dedicado a David y María.











Comentarios

  1. Me ayuda mucho leerte, ya expreses tristeza ya expreses grandeza.

    Qué grande este momento. Insuperable.

    Alarga los posts y no dudes en actualizar para hacernos mucho bien. Tengo un amigo que perdió a su hijo pequeño y también le ayuda leerte.

    Os queremos, María & Marisa.

    ResponderEliminar
  2. Querida Raquel, no puedes imaginarte el valor que doy a tus palabras. Saber que de alguna manera, aunque sea infinitamente minúscula, alguien pueda sentir a través de este blog complicidad en las emociones, alivia mi corazón y hace sonreír a María.
    Te leo, te siento, comparto tu tristeza y te acompaño en la búsqueda de una forma de aceptar el dolor y seguir viviendo en plenitud. Por nosotros y por ellos.
    Un abrazo para ti y otro para tu amigo.

    ResponderEliminar
  3. Me está siendo tan tan tan imposible..., sólo pienso en verle, Marisa. Es una necesidad que arrasa todos mis intentos de aprender a sentirlo y vivir con él de esa otra manera sin forma. Entiendo la teoría, pero no me sirve de nada...

    Sé que tú lo conseguirás porque eres maravillosa y tienes un marido y otro hijo. Y porque estás aprendiendo a sentir a María cerca.
    Mil besos

    ResponderEliminar

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