Una vez al mes acudo a un grupo de autoayuda para padres que hemos perdido hijos.
Encontrarme con otros padres y madres que están caminando con mis mismos zapatos me ayuda a ver mi dolor con mayor perspectiva. Hablamos sobre nuestras experiencias, sobre cómo afrontamos el día a día y también los momentos especiales. Tratamos de apoyarnos a través del amor. Todos somos muy distintos. Es probable que de no ser por nuestras tragedias, nunca hubiéramos coincidido. Mientras cada uno habla de su experiencia, yo escucho atentamente en busca de una lección que pueda aplicar a mi vida. Siempre hay algo positivo.
A veces, hasta la persona con la que menos afinidad podrías
tener, lanza un mensaje que te abre una puerta por la que transitar hacia la
esperanza. Todos y cada uno de los padres y madres que allí nos reunimos,
estamos tratando de que nuestra tragedia de un sentido a nuestras vidas, que la
muerte de nuestros hijos nos ayude a ser mejores personas, y que podamos
aprender a vivir lo que nos reste, dignamente en su honor.
Si pudierais escuchar tras la puerta de nuestra sala de
reuniones, seguramente os sorprendería que nuestras risas son mucho más
frecuentes que nuestras lágrimas.
Al entrar en cada reunión es como si
dejásemos colgados en el perchero nuestros cuerpos y pasaran sólo nuestras
almas desnudas, lo que realmente somos, libres de prejuicios, de condicionantes,
sin temor a ser juzgados.. Es dentro de nosotros mismos donde está la esencia de
lo que somos y donde podemos realmente compartir nuestras emociones más
íntimas y sentir que el amor es la fuerza que nos une y que nos puede salvar. Esta es una de las grandes lecciones que todos estamos aprendiendo.
Tomo un café con leche en la esquina de la calle real. Suelo
hacerlo cada día, a eso de las 11 y media, y lo hago en voluntaria soledad. Tomar
ese café se ha convertido en un ritual en el que invierto un buen rato que
aprovecho para pensar en el sentido de la vida y por supuesto en María, que me
acompaña desde la memoria y me guía desde el corazón.
Me he vuelto una gran meditadora.
Desde la terraza os veo pasar por la acera ajetreados, a vuestras cosas como siempre, y con
la imaginación me sitúo en paralelo a vuestros pasos para medir si sigo tan ralentizada
como meses atrás. Sigo sin alcanzaros. No tengo prisa. No sé si esta sensación va a
durarme para siempre…
Os observo ir y venir y con el pensamiento os lanzo mensajes
que quizás de alguna manera os lleguen: disfruta, hace un día precioso,
abrázale, no te agobies, dile otra vez que le quieres, ayúdale, sonríe… no
dejes nada de esto, lo que realmente importa, para mañana porque quizás
mañana sea nunca.
Son las lecciones para la vida que estoy aprendiendo.
Aprovecha esa suerte de tener la calma suficiente como para saber estar sola, sentada, frente a la gente. Yo no puedo estar sola en una mesa, me da la sensación de que muchas miradas lastimeras me cazan al vuelo, que pueden adivinar lo perdida y minúscula que me siento.
ResponderEliminarQue puedas estar ahí, sola frente al mundo, dice mucho de los grandes pasos que darás.
Seguro que te convertirás en imprescindible en ese grupo de duelo donde nadie sobra aunque ojalá nadie estuviera.
Un buen abrazo!!
Querida Raquel, te sientes minúscula y perdida porque estás alcanzando la esencia. Esa es precisamente la señal. No temas nada, déjate llevar. Yo te veo gigante y amarilla.
ResponderEliminarSamuel vive en ti, en cada suspiro, en cada lágrima, en cada palabra, en los ojos de tu madre, en la risa de sus amigos, en tus paseos por la playa, en los juegos de vuestros queridos perros y en todos y cada uno de los que a través tuyo sabemos de su existencia mágica.
Marisa, qué suerte de madre eres y serás por siempre. Millones de besos. Siempre atenta a tus nuevas publicaciones.
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