A menudo mi cerebro me devuelve a aquellos días en el Hospital Addenbrooke (hospital público de la Universidad de Cambridge), y aunque todavía no soy capaz de pronunciar correctamente su nombre, soy consciente de lo mucho que le debo.
No se escatimaron medios, ni humanos ni técnicos, para tratar
de salvar a nuestra querida María. Fue operada por los mejores neurocirujanos y
atendida por un maravilloso equipo de expertos médicos y de enfermeras, algunas de
ellas españolas y portuguesas, y aunque no pudo ser, sé que la
muerte de mi hija (como la muerte de cualquier paciente, especialmente si es
joven) les afectó. Sé que ese café que se toman en su descanso, entre turno y
turno, empieza con un silencio y un “vaya mierda de día”. Lo sé porque veía sus caras y podía leerlas.
Qué profesión tan dura ¿verdad? Trabajar en una UCI donde la distancia entre la vida y la
muerte es tan minúscula. Sé también que no pueden, no deben, empatizar con los
pacientes y sus familias porque su trabajo entonces no sería viable. Aun así, adivinaba en sus caras el dolor y la frustración por no poder ofrecernos un final
esperanzador para nosotros, esos pobres españoles que no entendían nada y que deambulaban como zombies por el hospital en navidades. Solo puedo deciros gracias.
Durante aquellos días, nuestra vida se dividía por
ratos entre acompañar a María en el box y estar junto a otros familiares en la
sala de nuestra unidad a la espera de noticias.
En la sala había una pequeña cocina a disposición
de los familiares: nevera, microondas, cafetera, tetera, armarios con vajilla
básica y algunos alimentos que compartíamos como acto de solidaridad o cortesía:
zumos, galletas de chocolate, algún sándwich… El mobiliario básico pero bien
cuidado y el conjunto resultada "acogedor", si es que algo puede acogerte en aquellas circunstancias.
Pasé en aquella sala innumerables horas sentada con la cabeza
baja sujetada por ambas manos contra las rodillas tratando de no pensar, de
dejar mi mente en blanco. Luego daba un corto paseo por el pasillo para estirar las
piernas y de nuevo vuelta a la sala. Un té para hacer tiempo y otra vez la mirada al
suelo o a la pared blanca. Solo algún cartelito, escrito a mano, que debía
explicar algo que tampoco entendía, distraía mi mirada. Allí el silencio y el miedo jugaban a enredarnos con el tiempo, y acabamos por ignorar si era mañana, tarde
o noche. 20 Días. 20 interminables y
terribles días.
En aquella pequeña sala
se nos ofrecían las malas noticias que nos golpeaban sin piedad hasta machacarnos. La realidad que es muy jodida. La vida que es así de frágil.
Allí
observaba a otros padres que debían estar en situación parecida y con los que
no podía comunicarme. Algunas familias tuvieron suerte, y en pocos días pudieron
subir a planta. Otros desaparecían en un momento y no volvíamos a verlos. Yo ni me atrevía a mirar a los ojos a otras madres por no descubrir el dolor
que como un espejo me devolvería su mirada.
Eché en falta algo en aquella habitación, algo que me
permitiera alejar el pensamiento hacia la esperanza, de alguna manera… me
faltaba el cielo, el aire, el mar… algo con lo que inventarme un futuro, aunque solo fuera para un instante.
Este cuadro, pintado por mi querido amigo Lolo Serantes, estará colgado en esa sala, en memoria de María, para que otros padres puedan sentir un poco de esperanza mientras la vista se distrae en el paisaje. Ojalá la luz, la bruma y la espuma ayuden a quien espera.
Creo que a María le habría gustado la idea. Le encantaba el mar.
Es una idea estupenda, y dice mucho de ti, pensando en ayudar en esos momentos a otras personas, para tener un poco de luz y esperanza.
ResponderEliminarMuchísimas gracias por tus palabras. A veces tristemente tenemos que pasar por algunas situaciones para darnos cuenta de lo que quizás pueda ayudar a otros. Con esa intención lo hemos hecho. Un beso
Eliminar<3 Qué bonito, buena idea. El mar... seguro que la obra allí será un buen y necesario descanso para tantas miradas aunque solo sea un rato. Un abrazo enorme.
ResponderEliminarUn beso enorme Patri.
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