¿Qué diablos has hecho? ¿Qué pone ahí?
David, siempre pendiente de nuestra aprobación, me mostraba
entonces su primer tatuaje. Tenía la pierna cubierta con film transparente y la
piel, aún inflamada, estaba impregnada de una especie de vaselina a través de
la que se podía adivinar varias letras orientales sin mayor sentido.
“Verás cuando cualquier japonés te diga que lo que llevas
escrito es parte del nombre de un plato típico de un restaurante de comida
barata”, le dije.
No me gustaban los tatuajes y lo sabía. No me importó cuando
decidió llevar rastas. El pelo se puede cortar, y luego crece. Aguantará a lo
Bob Marley unos meses y luego, a otra cosa mariposa. Pero los tatoos, los tatoos
se quedan para siempre y como yo soy indecisa por naturaleza, le daba vueltas a
la cabeza y no podía dejar de pensar en el arrepentimiento que, tarde o temprano, acabaría llegando.
Tratar de encontrar tu propio estilo forma parte de la adolescencia, y aquello con lo que te
identificas durante esa parte de tu vida se aleja, casi siempre infinito, del
estilo que los padres desean para ti. Muchos años atrás, por los 70, yo había experimentado esa misma sensación con
una túnica roja, a lo Demis Roussos, que había comprado en la tienda primitiva
de Padra A tope en Cacabelos, y que a mi madre le horrorizaba. Es la edad.
Con el tiempo las rastas efectivamente desaparecieron pero llegaron
los arillos en las orejas, y sí, más
tatuajes. "Pues no se arrepiente", pensé. Cierto que los siguientes eran mucho
más artísticos y elaborados: flores de almendro y carpas, el universo, un
astronauta, el ojo de los iluminatis, una frase sugerente…
María, que seguía la estela de su hermano, además de un
arillo en la nariz, pronto pidió permiso para hacerse un tatuaje en la nuca. Su
nombre escrito en japonés o chino (nunca lo supe exactamente). “Siempre que sea
discreto y fino”, apuntillé.
Acabé aceptando sus decisiones de adultos ya casi sin
contrariarme, y confieso que me fui acostumbrando a que llevaran la piel “estampada”.
Las chulis se tatúan.
“Las chulis” es el nombre macarra que María y su grupo de
amigas adolescentes se pusieron a modo de grito de guerra. Una amistad
verdadera que se dilata en el tiempo hasta hoy. Lucía, Alba, Sara, Sandra y
María. Difícil de entender que 5 mocosas tan diferentes hayan tejido lazos tan
intensos y tan sinceros. No entendían su vida unas sin otras y aunque el tiempo
las ubicó en lugares distintos, los wassaps, el teléfono, y esos maravillosos encuentros
que organizaban para disfrutar juntas durante navidades o verano, daban
sentido pleno a la palabra amiga. Como los mosqueteros, pero feministas, que
ellas son unas guerreras de cuidado. Cuanto os quiero chulis.
Conscientes de que la vida adulta implica ciertas
distancias, las chulis decidieron, en uno de sus encuentros estivales, tatuarse
un avioncito de papel que representaba los viajes por hacer, los sueños por
cumplir y que sería el sello visible de ese algo especial que las unía. María
lo llevaba en brazo derecho.
Ahora Luis, David y yo, nos hemos hecho el mismo tatuaje.
Nos hemos convertido en chulis.
Tras la muerte de María, las chulis volvieron a tatuarse.
Esta vez una sencilla frase que representaba el más profundo de los
sentimientos “Here with me” (aquí conmigo). Lucía lo lució emocionada el día de
su boda, en un precioso escote a la espalda y bajo un corazón que María le
había dibujado.
Cristina y la reina pollito.
Mi preciosa sobrina Cris lleva tatuado en su brazo una
reina pollito viajando. Un simpático dibujo que ella misma diseñó en memoria de
mi hija. Es su primer y único tatuaje. Gracias cariño.
Qué equivocada estaba.
Ahora vuelvo a pensar en los tatuajes, en que son para
siempre y los adoro.
Y sé que cuando los años pasen y yo ya no esté, algún hijo, algún
sobrino, alguna nieta preguntará: mamá, tía, abuela ¿por qué llevas este tatuaje? Y alguien contará
la historia de una amiga o de una prima, que se llamaba María, que le encantaba
viajar y que dejó, como ese tatuaje, una huella imborrable en la memoria de los que la conocieron.
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