Me descubro sentada aquí, en la terracita del albergue de peregrinos de las Siervas de María, en Astorga, con la muralla a mi espalda, los pies hinchados de caminar y la vista perdida en el infinito. Cae la tarde. El cielo está cubierto y oscuro, como amenazante, pero las vistas son francamente espléndidas. Nada obstaculiza la horizontalidad del campo maragato y el cielo infinito juntos en esta primavera agónica que se escapa a mediados de Junio. El atardecer es precioso. Aunque no estoy sola, nadie interrumpe mi momento. El Camino está repleto de silencios que aprovecho para tratar de reconciliarme con la vida que me ha tocado. Qué difícil es todo. Vivir, morir... Otros peregrinos tienden la ropa un poco más abajo, sacuden el polvo acumulado en sus botas o se afanan en curas rústicas de ampollas y rozaduras, mientras mantienen, en inglés, sencillas conversaciones sobre cómo ha ido la etapa. Yo guardo silencio y dejo que el paisaje me atrape. Intento no pensar pero a v
La muerte de mi hija María ha supuesto una demolición en nuestras vidas. Escribo para compartir mis sentimientos y recordar el gran regalo que fue tenerla.