Estoy recostada en el sofá gris pardo de tu apartamento de Saturnino Cachón mirando a la nada teñida del azul ultramar con el que pintamos la pared frontal del salón y en pleno estado de inopia. Hace bastante calor. Me gusta sentarme aquí y recordar, recordarte, y aunque me escueza el alma y los ojos se me nublen, aunque termine agotada porque sentir tus cosas me produce a la vez dolor, tristeza y nostalgia, no quiero dejar de sentirte. Estoy recogiendo algunas cosas, huellas físicas de tu presencia durante el escaso tiempo que disfrutaste de este pisito de soltera. He dejado tus cuadros colgados tal y como los tenías. Cuadros recopilados, uno a uno, con entusiasmo para esa colección que querías tener en la pared. Cuadritos de cada uno de tus viajes y que eran el primer objetivo a conseguir a penas llegabas a un país o una ciudad nuevos: Berlín, Brujas, Ashila, Essauira, Marraquech… El último lo compramos juntas en Central Park, en Manhatan, y no llegamos a colgarlo, pero
La muerte de mi hija María ha supuesto una demolición en nuestras vidas. Escribo para compartir mis sentimientos y recordar el gran regalo que fue tenerla.