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Naufragio

El duelo se presenta así, sin consuelo posible.
No hay salida de emergencia. No hay escapatoria, ni puerta de atrás. Nada lo cura.


Me veo en mitad de un naufragio, en un océano desconocido, una noche interminable de tormenta. Algunas personas que han conocido mi infortunio salen en sus barcas tratando de lanzarme un salvavidas, me llaman con desesperación, me alientan para que no desista y resista, como sea, los envites de este mar embravecido. Tratan de salvarme.
En la negritud de la noche yo apenas los veo difuminados y escucho sus voces distorsionadas por la distancia y el oleaje. Los percibo tan lejos que no puedo alcanzarlos por más brazadas que intente. No se cómo hacerlo. No tengo fuerzas. La tormenta y el mar se lo tragan todo.
Desde sus barcas, los sobrevivientes se esfuerzan intentando aproximarse hasta mi a palazos, casi hasta la extenuación. Algunos lo intentan muchas veces, otros sólo algunas y ante mi imposibilidad de asirme a nada, desisten y se alejan tratando de salvaguardar sus propias vidas. Los menos, siguen ahí, esforzándose como pueden, una y otra vez. No son conscientes de que nada ni nadie puede evitar que me hunda. Veo sus rostros desencajados por el esfuerzo y la frustración y, sobre todo, porque me quieren y no pueden ayudarme.
Tengo que hundirme, tragar agua hasta que los pulmones no puedan más, dejar que mi dolor lo inunde todo y, tal vez, cuando deje de resistirme, flote, pero debo hacerlo sola.
El duelo es personal e intransferible. Tampoco yo puedo socorrer a nadie.









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