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Silencio


De la fragilidad al amor


Aquellos días, mientras María permanecía en coma, nosotros teníamos la sensación de estar cayendo en un abismo infinito directos hacia el infierno.
Por primera vez, fuimos absolutamente conscientes de nuestra total fragilidad, de que no podíamos hacer nada, que nada estaba en nuestras manos. Estas tragedias te sitúan en el escenario de la vida como es, inseparable de la muerte, y te sitúan de golpe.
Estamos a merced del destino, de la suerte o de Dios (cada cuál que elija) y de nada sirve revelarse. Ahora lo sé bien.

Cuando algo así sucede, frente al shock, nuestro cerebro ralentiza todo (emociones, pensamientos, sensaciones..) para que vayas asumiendo sólo hasta donde seas capaz de soportar.
Difícil de explicar pero real. Todo iba extrañamente lento, muy lento. Me costaba caminar, guardar el equilibrio, hablar, pensar…
El mundo, Cambridge, el hospital, todo, absolutamente todo, se desdibujó hasta desaparecer. Estábamos solos, completamente solos: David, Luis y yo, y nuestra María, cuyos pensamientos habían emprendido ya su viaje.

Una ventana en el pasillo del hospital frente a un árbol desnudo por el invierno, el cielo plomizo, la ventisca, a veces la nieve y Luis y yo, sentados frente a frente, en silencio con la mirada perdida y los ojos turbios. Todo lo ocupaba el silencio.
¿Qué nos está pasando? ¿Cómo es posible?

21 días de silencio

Creo que pudimos afrontar aquellos días porque decidimos pensar únicamente en el momento presente. Lo demás era insoportable.Y David, mi hijo, fue entonces nuestro gran maestro. Su capacidad para protegernos, y su profundo amor nos sostuvieron.

"En  algún momento mamá - me decía- tocaremos suelo, por más duro que sea, y cuando eso suceda, no podremos caer más".

Y era cierto. Un hijo, al que siempre habíamos protegido, que ahora hacía de padre.

Los primeros días tuvimos esperanza porque María era muy fuerte y quizás nosotros no éramos capaces de asumir lo que estaba sucediendo, pero a medida que el tiempo pasaba la realidad se empeñaba en abrirse paso.

Solía meterme en un baño antes de entrar en la UCI. Allí, además de vomitar, y coger aliento antes de ver a María, solía escribir algunas notas de pensamientos fugaces, de deseos, de súplicas
Cada día, en aquel baño, yo hablaba con mi hija y cada día le pedía únicamente una cosa (aguanta hoy, que te baje la fiebre, resiste la operación...). Pero llegó un momento en el que entendí que si mi hija no iba a ser capaz de tener una vida plena, de sonreír, de ser feliz, debía dejarla ir.


El destino ya había decidido, y yo sólo podía dar gracias porque habíamos llegado a tiempo de estar con ella, por los años felices vividos juntos, por los recuerdos que nos acompañarían, por el sufrimiento evitado y por el amor que nos mantendría a los cuatro unidos para siempre... 




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