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No tienes ni idea, ni puta idea.



Ella siguió hablando sobre lo que yo debería hacer, sobre lo que yo debería sentir y se explayaba con consejos y aseveraciones que según ella conseguirían hacerme volver a la vida. Hay que vivir, decía, hay que seguir adelante, pero hacía ya un buen rato que yo únicamente la observaba y asentía con la cabeza sin prestar la menor atención a sus palabras. 

Descubres muchas cosas cuando miras directamente a los ojos de una persona y ella apenas podía sostenerme la mirada. Se había detenido a saludarme y se mantenía de pie frente a mi mesa del bar, esa que ocupamos por turnos algunos vecinos del barrio, casi siempre los mismos supervivientes, cada uno con su café o su caña en esa esquinita soleada de la terraza y desde donde observamos el mundo ensimismados mezclando recuerdos, tristezas y nostalgia. Ella seguía con sus recomendaciones sin percatarse de que yo llevaba un buen rato leyéndola por dentro. Estaba incómoda, era fácil adivinarlo. Casi siempre la verborrea es fruto del nerviosismo. Interpretar los silencios es más difícil. Pero su capacidad para adivinarme era nula. No tienes que animarme, no me sermonees, no trates de ponerte en mi lugar porque no tienes ni idea, ni puta idea. No sabes de lo que estás hablando. Pero ella seguía y seguía llenando de palabras un silencio que a mí me hubiese resultado mucho más acogedor.

Por más que trate de explicar mis sentimientos, mis emociones, lo que soy en este momento, está tan lejos de tu entendimiento, que es imposible que puedas comprenderlo. Vivo en una realidad paralela que sólo quienes han pasado por una experiencia similar son capaces de entender. Compartimos espacio, quizás tiempo, pero el dolor por mi pérdida me ha colocado en otra dimensión y ahora vivo de otra manera. Debes entender esto: no podemos, no queremos pasar página. Ni unos meses después, ni nunca. Estamos aprendiendo a vivir de nuevo, pero no podemos volver al segundo anterior a la hecatombe y emprender desde ahí. Nadie puede.

Yo estoy tratando de aceptar lo que me ha pasado y tú debes entender que por más que me distraiga a ratos, por más que siga adelante con las cosas cotidianas, lo que se ha quebrado en mi vida no me permitirá nunca estar como estaba, ser quien era.

No necesito lecciones aunque sean bienintencionadas. Si fueras capaz de entenderlo estarías sentada conmigo y en silencio, cogiéndome la mano…


Aprendiendo

Debo confesar que las primeras reuniones del grupo de ayuda mutua al que asisto desde la muerte de María, una vez al mes, me desconcertaron bastante ¿Qué demonios hacían allí madres y padres que habían perdido a sus hijos muchos años atrás? ¿No lo habían superado? ¿Se habían quedado colgados en un duelo eterno? Yo acudía en busca de respuestas urgentes porque mi herida era reciente y manaba sangre a borbotones, pero ellos…

Tardé algunos meses en averiguarlo. Además de la impagable tarea de acompañamiento de nuevos padres, la finalidad del grupo abarcaba otras muchas facetas, entre ellas una que yo todavía tardaría en descubrir.
Con el tiempo uno va comprobando no sin estupefacción, que la sociedad y tristemente los amigos y la familia, pasado unos meses de rigor, dan por concluido tu duelo y soportan con incomodidad tu pena. “Déjalo, ya es hora”, “Pasa página” “Ya han pasado 3 años” “Parece que ya estás mejor”, de modo que si no quieres ser un “apestado” toca disimular y disimular todo el rato es además de triste, muy duro.

Muchos padres de hijos muertos lloran cada día al acostarse en la intimidad de la alcoba y lo hacen ahí, en soledad durante años. Algunos toda la vida. A veces, por deseo propio, pero muchos porque saben que su dolor no se puede compartir porque no se entiende. La sociedad tiene prisa y el dolor está mal visto.
Algunos dejan de pronunciar sus nombres para no molestar a nadie. Como si el silencio borrara los recuerdos. Que estupidez. Forzar a disimular las emociones es cruel e inútil. ¿Cómo vamos a olvidar a quien no queremos más que recordar?
Buscamos la soledad de un paseo, o una visita al cementerio donde llorar a gusto sin pedir perdón, y acudimos a una reunión de padres donde nadie tenga que disimular porque todos entendemos perfectamente que no hay tiempo para el olvido. Eso no significa que todos los instantes de nuestra vida sean negros. La vida nos va ofreciendo nuevas ilusiones, momentos increíbles para disfrutar, alegrías… pero una cosa no quita la otra.

No queremos haceros la vida incómoda con nuestra pérdida, pero necesitamos no tener que disimular cuando nos flaquean las fuerzas y la nostalgia nos pille a traspié. Vivimos con un dolor extraordinario que estamos aprendiendo a sobrellevar pero queremos hablar de nuestros hijos sin que nadie se sienta incómodo. Y no, no queremos pasar página.
Nuestros hijos vivirán en nosotros hasta el último instante.

María, aquí conmigo.

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