“El mundo se divide entre los que se sientan en los bancos de la calle y los que no”
Leí esta frase en alguno de los libros que últimamente me
arropan y que voy amontonando sobre la mesa del salón junto a una bombonera de
cristal vacía, un vaso de té a la menta, los mandos de la tele, un cenicero
sucio y la montaña de ensayos que Luis devora. Recuerdo que le di vueltas a
esa idea durante un buen rato: “El mundo se divide entre los que se sientan en
los bancos de la calle y los que no”
Me quedé rumiando
sobre la razón que llevó al autor a describir con esa rotundidad la diferencia
entre ambos lados; los que se sientan y los que no. Meses atrás estos matices
no me hubieran inquietado -estaba yo en otra onda-, pero tras tu muerte enfoco
con mayor precisión sobre las emociones y voy descubriendo esa parte de
nosotros mismos que desconocía; el nosotros tras la pérdida. El autor debía referirse
a eso, a los que han perdido.
Últimamente, me ocurre con frecuencia, focalizo pérdidas. Como cuando estás
embarazada y no haces otra cosa que ver embarazadas o llevas una escayola y ves
muchos escayolados. Ahora cruzo una mirada con alguien
desconocido e intuyo si hay herida, y sé que ese alguien también intuye la mía, como un sexto sentido.
Las
pérdidas, antes o después, nos alcanzan a todos y nos colocan frente a nosotros
mismos mostrándonos la vida y la muerte como parte de un todo, nos ayudan a
entender que el orden de nuestras prioridades estaba equivocado y nos dan la posibilidad de hacer los cambios necesarios.
En este momento de mi vida yo me he colocado entre los que
eligen la inmovilidad, ese dejar pasar el tiempo sentados en un banco en
cualquier parte. Que sea la vida de los otros la que rule. Soy consciente de
que puedo elegir, aunque a veces la desgana me reste opciones, pero ¿y los otros? no estoy tan segura de todos los se sientan en un banco en la calle puedan hacerlo. La soledad no deseada te envenena, te
mata por dentro.
Paseo por el parque en busca de Luis y de Gos que han salido
hace un buen rato. Son animales de rutinas y las rutinas ayudan a
organizar el tiempo, ese que ahora nos sobra para casi todo. La mañana está
oscura y fresca. No tengo prisa. Me siento a fumar en un banco y espero a que
sean ellos quienes me encuentren en su regreso por el serpenteante camino desde
la Fuente del Azufre espléndidamente alfombrado en ocres de otoño. Ese
recorrido que María y yo hacíamos tantas veces juntas, a paso ligero entre risas, mientras urdíamos planes ajenas a todo cuanto perderíamos.
El banco está frío. Hasta su muerte no fui consciente de las soledades
que albergan estos asientos públicos, esos que ocupan solitarios, abuelos, desempleados,
inmigrantes y los que no saben a dónde ir. El resto del mundo no se sienta.
Un anciano cabizbajo envuelto en un abrigo gris descolorido
está sentado frente a la puerta del colegio Peñalba. Es la hora de salida y el
parque se anima con el bullicio de niños y padres que caminan cargados con
mochilas, anoraks y bolsas. El abuelo apenas hace un leve gesto levantando la
cabeza ladeada a modo de saludo cuando algún conocido pasa junto a él. No sé si es
deseada o no su soledad, pero su postura mirando hacia el suelo me acongoja. ¿Cómo
habrá sido su vida? Lleva un buen rato ahí, como parte del atrezo, como los
árboles, como los setos, como los columpios y las papeleras, como la barandilla y el río. Como yo en estos
momentos.
Un par de bancos más allá, una mujer de mediana edad habla
con su perro. En el siguiente, un joven oculta su cabeza bajo la capucha de su sudadera y está en la inopia desde hace rato. Todos solos, todos sentados.
Sé que jamás imaginaste verme en un banco contemplando como pasa la vida, pero te echo tanto de menos. -“Hay que vivir a fuego”- me
decías y voy a hacerlo María, pero a veces me vengo abajo. Te prometo que buscaré el modo de recuperar la energía para
vivir en la forma que tú me conocías, en la forma que David y papá se merecen, y porque estoy convencida de que es el mejor homenaje que puedo hacerte. Estoy en ello mi vida.
Te lo prometo.
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